Mesa para seis y un metre desbordado

— Buenos días. Quería reservar por teléfono mesa para seis. Estamos de viaje y nos gustaría asegurarnos una  mesa en su restaurante, en el que estuvimos el año pasado.

— No se preocupe. Me dijo seis ¿verdad? ¿Qué turno desean, el de las dos o el de las tres y media?

— Pues…, a ver…, son las diez de la mañana… creo que a las dos estaríamos allí.

–No se preocupe. Mesa para seis a las dos. ¿A qué nombre….?

Después de una breve y agradable conversación cuelgo con la satisfacción del trato de mi interlocutor y con un poquito hinchado el ego, para qué negarlo. Si es que esto de ser previsor tiene su parte buena.

Inmediatamente cojo el whatsapp y envío un mensaje de confirmación a mis compañeros de mesa. No pueden verme pero en las comisuras de mis labios se refleja el fruto del logro . Otro año que vuelvo a dejarlos con la boca abierta.

Ya en el coche comienzo a relatar mi conversación con el metre del restaurante. ¡Es lo que tiene hablar directamente con el jefe y no con la persona que cogió el teléfono! Un camarero, dije yo para dar más protagonismo a mi llamada.

Si no hay nada como encargarse uno mismo de estas cosas y tratarlas directamente con el responsable y bla, bla, bla…. continúo arengando a mis compañeros de viaje. He quedado que cuando estemos llegando volveré a llamarle para que nos respete el turno de las dos, aunque lleguemos algo más tarde, y así no tener que esperar al turno de las tres y media.

Tengo a mis compañeros de viaje embobados, o eso creía yo, con el relato de los hechos. Estaba contando aquello como el que ha formado parte de una cordada que ha estado en algún ochomil del Himalaya.

El viaje transcurre con normalidad mientras vamos consumiendo kilómetros, y el tiempo, hablando del paisaje, de las vacaciones, de dinero y de todas esas cosas que siempre se tratan en momentos en los que se juntan más de dos. La pareja de niños que nos acompañan, han detectado desde el primer momento que los mayores somos un verdadero tostón y han decidido dormirse. Más por evitar soltar algún bufido que delate su aburrimiento que por falta de sueño.

— Perfecto, las dos y diez minutos, me avisa la alarma de mi móvil. Consulto el navegador y nos indica que estamos a unos veinte minutos de nuestra meta.

— ¿Hola? ¿Está el metre, por favor?

— ¡Hola! ¿qué tal el viaje?

— Muy bien. Estaremos allí en media hora. Llamo para no crearos problemas con la mesa bloqueada y para confirmar nuestra llegada.

— No se preocupe. Está todo preparado. Nada más llegar les asignamos su mesa. Buen viaje.

Bueno, bueno, bueno. He puesto el manos libres para que lo oyera todo el pasaje. ¡Qué nivel! ¡qué trato! ¡qué desenvoltura! Ahora casi ocupo dos plazas del vehículo después de dejar atónitos a todos. Si es que parece que el metre es tu amigo, me dicen. Cómo le tienes, responde otro. Yo ya no quepo en mi plaza. Por favor, salgamos rápido del habitáculo que estoy henchido con un pavo.

— Sí, la verdad es que agradecen que la gente llamemos para confirmar y así no descabalar los planes del restaurante — dije yo porque en ese momento me tocaba decir algo y por soltar el aire de triunfo que llevaba dentro. ¡Una mesa para nosotros en el mejor restaurante de la playa y con trato preferencial! ¿Se puede pedir más?

Estamos aparcando el coche y el encargado del parking, a pesar de tenerlo cerrado por medio de una cadena por estar completo, accede a dejarnos pasar mascullando algo nada bueno entre dientes.

Dejadme a mí. Bajo del coche y hablo con él dándole las gracias por el esfuerzo de quitar la cadena que cerraba el parking improvisado en un cañizal durante los meses de verano. Con la carga de triunfalismo que llevo encima le digo rápidamente que me cobre. Quiero que vea que es verdad que tenemos mesa reservada, porque sólo pueden aparcar allí clientes del restaurante.

Estamos llegando al restaurante y el olor de los pulpos haciéndose en las brasas y el de los espetos de sardinas llenan nuestras pituitarias, regalándonos los mejores cien metros que se pueden recorrer entre un descampado-parking y la felicidad.

El restaurante está abarrotado por los cuatro costados. Como es un restaurante de costa, tiene mesas en la playa, mesas en el interior y mesas en un balcón sobre el mar, donde se consiguen las mejores vistas, a la vez que puedes ver cómo los peces acuden a comer las migas de pan que los comensales arrojan desde sus cercanas mesas.

En cuanto me dirijo al metre y le indico quién soy, me hace una seña y nos improvisa un espacio para que tomemos de pie una cervecita mientras preparan nuestra mesa.

Qué os voy a contar. Si las conversaciones de la mañana y del mediodía fueron buenas, este recibimiento ha sido el no va más. Ese trato «especial» para que la espera se haga más agradable, esas vitrinas con los pescados y mariscos que en breve vamos a degustar, esas aceitunitas aliñadas que potencian el sabor de la cerveza…. En fin.

La gente sigue acudiendo en masa al restaurante por tres entradas distintas y guardan pacientemente cola hasta que el metre los llame.

El metre es un hombre sonriente, vestido completamente de negro, lo que le diferencia cláramente del resto de camareros y, sobre todo, es el director de orquesta de ese enjambre humano que formamos los que aguardamos pacientemente a su señal. Te mira, te interroga, ¿cuatro? ¿dos? ¿cuántos son? y si estás en la lista de la diosa fortuna te dice la frase que todos queremos oir: ¡acompáñeme! para luego desaperecer de la vista de los sufridos que esperamos mejor suerte cuando se produzca la próxima ronda.

En mi estado de excitación pierdo de vista dos cosas, el tiempo y el trasiego de gente. Estoy recreándome en mi regocijo y no veo más allá del acuario repleto de cigalas, centollos y bogavantes.

Los niños son muy sabios y enseguida se dan cuenta de que algo no funciona como yo había contado. Con la naturalidad que les caracteriza dan la primera voz de alarma: ¡Tengo hambre! ¿Cuándo nos toca?

Les recrimino suavemente indicándoles que hay que tener un poco de paciencia. Claro, ¡qué saben ellos de mis logros! ¡qué saben ellos de lo difícil que es conseguir allí una mesa! ¡de mi relación directa con el metre, con mi confidente! Otro de los adultos hace alusión a un refrán que con la ayuda de google conseguimos completarlo: «hambre que espera hartura, no es hambre ninguna».

Va pasando el tiempo, el sabor de la cerveza se esfumó hace rato, y de las aceitunas sólo queda como testigo el platillo con los huesos palidecidos porque perdieron la humedad hace rato.

Segunda voz de  alarma: ¡Oye, este metre está metiendo a gente que ha llegado más tarde que nosotros! ¿Cómo? ¡No puede ser! Voy a buscarle y me lo encuentro de frente con esa sonrisa blanca que le delata sobre el fondo oscuro de su traje y de su piel.

— Perdona, ¿nuestra mesa? ¡no te olvides de nosotros!

— No se preocupe. Deme cinco minutos. — Señor, señor, son cuatro ¿verdad? ¡sígame! y desaparece de nuevo seguido de dos parejas que acaban de dejar la playa, pues traen todavía el pelo mojado tras el baño, y se adentran a los comedores del fondo.

— Me ha dicho, que está todo preparado. Que cinco minutos, que bla, bla, bla…

Ha comenzado la rebelión y no la he visto venir. Los niños no quieren más excusas. Llevan más de una hora esperando, se aburren y tienen hambre. Su madre los apoya y propone irnos a otro sitio. La pareja de amigos me miran con pena porque ven cómo el éxito de mis gestiones se han desvanecido. Yo comienzo a odiar al acuario, a sus habitantes temporales y, lo siento mucho, el metre ha entrado en esa lista de personas que están a punto de recibir un recadito.

Voy en su búsqueda. La sonrisa ya no me parece blanca, si no rictus. El traje me parece más de enterrador que de otra cosa y el brillo de su morena piel ahora me parece sudor de gota gorda. Pero es un pensamiento solamente. Hace su trabajo lo mejor que puede, solo que puede poco. La situación le tiene completamente desbordado y no regula bien el tráfico ¡Si anotase los nombres de las personas con reserva! Pero si es que sólo pregunta el número de comensales. Claro. Ahora lo entiendo, si se vacía una mesa de dos mete a otros dos. Si se vacía una de cuatro, mete a otros cuatro. Vaya, hoy no hay nadie de seis. Pues van dados los que están esperando a mi lado porque han dicho que son diez. Ya me divierto yo sólo con mis pensamientos.

— Mira, los que vienen conmigo dicen que si en cinco minutos no está la mesa nos vamos.

En ese momento el metre reacciona y nos lleva hasta la que será nuestra mesa. De nuevo mi autoestima parece que se recupera, hasta que al llegar a nuestra mesa descubro que los seis que la ocupan están plácidamente con sus postres y cafés.

Bueno, por lo menos es un logro. Hemos abandonado la sala de espera y estamos en la parrilla de salida. Algo es algo. Permanecemos de pie entre el jaleo de camareros que no dan abasto. Hacemos lo posible por no molestar, pero es imposible en un espacio tan pequeño. Por fin se levantan los okupas de nuestras propiedades y tomamos asiento. Ha transcurrido hora y media desde que llegamos triunfalmente al son de las trompetas de Jericó antes de derribar sus murallas.

Ya el desánimo está escrito en nuestros rostros. Son la cuatro de la tarde, cansados de esperar, con hambre, con un panorama incierto y, para colmo, un se levanta un vendaval que inunda todo el comedor-balcón robándole de un tirón su encanto. Se vuelan los manteles, una factura sobre la mesa desaparece como si la hubiese pedido el dios Eolo y el mar salpica desde abajo que parece que ahora es Neptuno quien nos arroja de comer a nosotros. Hace frío.

Una mirada al resto de mesas nos hace descubrir a las parejas, y dobles parejas que entraron hace rato, con los platos y cubiertos sin inaugurar y con la cara de hartura, pero de esperar.

Es cuando tengo que aceptarlo. Esto no ha salido bien. Una retirada a tiempo puede ser una victoria. ¡Propongo que nos vayamos! ¡Esto ya no va a salir bien de ninguna manera!

Bendita iniciativa. Todos nos levantamos al unísono pensando que es la mejor decisión tomada en los últimos noventa minutos. Adiós, adiós, bye, bye. Por fín libres.

En la salida me encuentro al metre que extrañado me interroga con la mirada.

–¡No ha salido bien, nos vamos! Hace mucho viento y la mesa por la que hemos esperado tanto tiempo es de las peores. ¡Otra vez será!

— ¿Qué me dice? ¡Vaya hombre! Adiós. Señor, señor, me dijo seis ¿verdad? ¡sígame por aquí! Y desaparece seguido de seis ilusos que no saben dónde se van a meter.

Ya fuera de nuestra cárcel hemos descubierto que luce el sol, el ánimo vuelve a nuestros rostros al vernos liberados de las cadenas invisibles que nos ataban a ese lugar. Justo en frente vemos un mesón con un comedor pequeñito pero acogedor. Preguntamos que si podemos comer, a pesar de la hora, y el dueño nos regala una sonrisa y un ¡por supuesto!

Y aquí estamos, disfrutando de unas cervezas y unas gambitas cocidas recién salidas de la cámara, que las ponen de tapa con las cervezas, y haciendo tiempo para dar cuenta de las que se convertirán en las mejores «hamburguesas» que habremos comido jamás.

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